Entrar al restaurante muy pegadito a la gente con la que te quieres sentar para que ningún jefe se te acople al lado, beber con disimulada moderación hasta que se vayan los que no conviene que te vean en tu salsa, soportar los primeros embistes de náuseas que provoca el empacho de "haberte-comido-hasta-la-última-migaja-porque-para-una-vez-que-invitan", evitar el garrafón que esa noche te persigue por todo garitos que pasas y, en caso de que no seas de los que empalma, esquivar los controles de alcoholemia que tu Ayuntamiento amigo ha colocado en cada esquina del camino de vuelta a tu casa.
Menos mal que me libro del amigo invisible
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